El agua mueve la vida cotidiana de La Rioja. Alimenta prados, huertas y viñedos haciendo posible la rutina del día a día de los vecinos. Y también da vida a los valles, cuyos paisajes cincela con arte firme, otorgando un carácter especial a los enclaves que baña.
Leonardo Da Vinci lo tenía claro: el agua es la fuerza motriz de toda la naturaleza. Y el Ebro es una buena muestra de ello. En La Rioja, este gran río y sus hijos son quienes dan su particular personalidad a un territorio extraordinario, vigoroso y con garra. Porque el padre Ebro, tenaz y firme, ha querido que sus descendientes, robustos y llenos de vitalidad como él, no pierdan ni un ápice de su personalidad. Su entorno rural aumenta más su valor.
La riqueza que sus siete afluentes aportan a estas tierras, articula toda una comunidad que se mueve al son del agua. Prueba de ello son los tesoros que dejan cada uno de ellos a su paso, formando riberas llenas de coraje. Como el Iregua, que nace con fuerza en la Sierra de Cebollera, a casi 2.000 metros de altura, una circunstancia que no puede más que otorgar empuje y atrevimiento. Sus aguas con el vínculo de los pueblos del valle pueden presumir de un agua de marca como la que se envasa en Torrecilla en Cameros, como Peñaclara. Posiblemente, más orgullosos se encuentran los paisanos que cuidan sus huertas con mimo para conseguir una de las mejores verduras de la zona.
Más esquivas son las aguas del río Leza, que diseña parajes espectaculares entre cañones en la comarca de Cameros, algo parecido a lo que logra su afluente, el Jubera, abriéndose camino sin miramientos para hacer las delicias de los amantes a paisajes deshabitados. Otro de sus hermanos, el Oja, discurre por la sierra de la Demanda, bañando históricas poblaciones como la de Ezcaray para llegar mucho después a Santo Domingo de la Calzada, dejando un legado propio de los aventureros sin remedio.
En todos estos pueblos, el río es un vecino más. Las casas rurales cercanas al río se valoran por su simbolismo, los niños todavía bajan a jugar por las orillas y algunos recuerdan aquellos besos furtivos en las fiestas de pueblo o en los nuevos festivales que se celebran en primavera y verano.
En la familia del Ebro también se encuentra el larguísimo Najerilla, que saluda y da vida al Monasterio de Santa María la Real, esculpiendo paisajes de postal. Y el Cidacos, fuente de vida para viñedos, huertas y frutales que tienen en el agua riojana el secreto de su preciado sabor. Y por supuesto, el Alhama, el mismo río que entra en La Rioja por Aguilar del Río Alhama y deja a su paso rincones verdes llenos de un seductor hechizo.
La gran familia de ríos riojanos recuerda que el ciclo del agua y el ciclo de la vida son uno mismo. Por eso las fuentes que encontramos a nuestro paso, perfecto símbolo de localidades como Canales de la Sierra, Torrecilla en Cameros, Viniegra de Abajo y un largo etcétera que incluye decenas de pueblos, no hacen más que evidenciar que son, como siempre han sido, lugar de encuentro, de amores y tradiciones.
Y por encima de estos ríos, tenemos los puentes.
También los puentes continúan abriendo caminos mientras cautivan a los paseantes. Como el puente de Briñas, entre Haro y Briñas, rodeado de viñedos que dan aún más majestuosidad al estilo gótico que muestra orgulloso levantado sobre un meandro en forma de herradura. O el puente medieval de Torrecilla en Cameros, todo de piedra, que saluda desde lo alto al río Iregua que pasa bajo su arco desde el siglo XV. Y otros puentes como el de Laidiez, cerca de Ribafrecha, este del siglo XVI, que salva el río Leza, en el que los vecinos, tanto los de Leza como los de Ribafrecha, ya que es la vía de comunicación terrestre entre los dos pueblos, practican la pesca cuando las circunstancias lo permiten.
O el original puente de la Hiedra, como sacado de un cuento narrado en la zona de las 7 Villas. Acercarse a él, y ver de cerca esta construcción medieval del siglo XIV completamente cubierta por un manto de hiedra es de esas experiencias que quedan grabadas en la memoria mucho tiempo después de haberlas vivido. O el puente romano de Cihuri, testigo de siglos de vida que han transcurrido bajo la atenta mirada de sus tres ojos, donde los niños saltan todas las tardes de verano desde las piedras de la orilla.
Hablando del agua que da vida a La Rioja no podemos olvidar el origen de todo: las entrañas del agua, esas que brotan del corazón de la Tierra con sus propiedades intactas, capaces de mitigar los dolores de cuerpo y alma. Escondidas en rincones de la naturaleza completamente privilegiados, las aguas termales proporcionan otro tipo de magia. Ya en los tiempos en los que los romanos se asentaban en La Rioja disfrutaron de pozas como las de Arnedillo, unas construcciones de piedra en el mismo margen del río Cidacos.
Y es que los valles de los ríos Cidacos y Alhama, donde se encuentra la senda termal de La Rioja, forman el enclave perfecto para disfrutarlas. Allí, rodeados de montañas, Arnedillo, Grávalos y Cervera del Río Alhama dibujan un triángulo termal, el regalo de la naturaleza con el que sumergirse en un torrente de sensaciones. La vida rural se hace fuerte en estos lugares donde el tiempo se mide de otra manera y donde el turismo es el gran reclamo para sentir La Rioja de otra manera.
Otros tesoros de agua son los humedales del Urbión, fenómenos glaciares que han esculpido este conjunto de diez lagunas que se encuentran entre los humedales más valiosos de la Tierra. O la laguna de Hervías, muy cerca de Santo Domingo de la Calzada, la más valorada de todo el valle del Ebro. Y por supuesto, los molinos del río Jubera. En su curso, un entramado hidráulico abasteció en tiempos inmemoriales al menos a ocho molinos construidos en el tramo medio del río Jubera a su paso por Robres del Castillo, Jubera y Santa Engracia de Jubera.
Ya lo decían los sabios: si hay magia en este planeta, está contenida en el agua. Por eso la riqueza fluvial de La Rioja hace de ella un destino mágico.