Hay un extraño placer en el tumbarse en el campo con las manos por detrás de la cabeza y ver correr las nubes como si fuera un viejo cinematógrafo. En La Rioja, el aire parece una eterna factoría de emociones. Las nubes corren, los campos de cereal bailan, se acerca la cosecha y las choperas que marcan las orillas de los ríos silban los primeros días de la primavera reclamando su protagonismo.
En los pueblos, los más viejos saben la importancia y el significado de esos aires que corren entre callejas y caminos, entre collados y páramos como si fueran los amos de todo el escenario.
El aire es movimiento. Su destino es parte de la vida y por eso es parte de nuestras vivencias cotidianas, para lo bueno y para lo malo.
Un buen ejemplo lo encontramos en Santa Lucía de Ocón. Todo el mundo coincide en que el Valle de Ocón es uno de los paraísos naturales todavía poco conocidos, no solo de La Rioja sino de todo el país. El que aún siga siendo ese gran desconocido para muchos no hace, en realidad, más que incrementar su valor.
Declarado Reserva Mundial de la Biosfera por la UNESCO, su estampa e iconicidad está definida por su estupendo molino de viento harinero usado para el tratamiento del cereal. Su silueta se ha convertido en un símbolo del valle y también en un símbolo de una vida rural que vuelve a tener protagonismo. La vieja cimentación del edificio original del siglo XV demuestra que la historia tiene sus peajes.
En el interior del molino, todo está realizado con el máximo detalle, desde el funcionamiento de sus mecanismos internos a la disposición de las escaleras. El estudio histórico realizado y la inversión para recrear este excelente y paradigmático molino de harina merecen sin duda la pena.
No en vano existe también un Museo de Interpretación del Aceite en la misma localidad en el que se puede aprender y observar cómo se realizaba esta actividad fundamental para el desarrollo económico de la localidad. El molino, con la Sierra de la Hez al fondo, ofrece visitas guiadas y es un atractivo turístico que sigue llamando visitantes al Valle de Ocón.
Pero nada ayuda a imbuirnos del ambiente del valle como los vientos que cruzan el lugar. En los meses de primavera, abril, mayo y junio, el Cierzo viene desde el norte, el Abrego desde el sur, el Solano desde el este y el Castellano por el oeste. Los responsables de mover las aspas del molino y completar la icónica imagen riojana asoman cuando cambia el tiempo y lo hacen de manera abundante. Son cuatro de los vientos más importantes de la península y que aquí confluyen para configurar una atmósfera pintoresca y característica, de suave e intermedia transición.
En La Rioja el Cierzo, tiene un cierto aire aristocrático. Frío, pero suavizante en los duros días de verano. Los excesos de este clima se suavizan según vamos ganando en altitud. A la vez que nos alejamos de la rica huerta del Ebro, los terrenos se vuelven más estériles, y los viñedos se benefician.
De las planicies del Ebro hacia la Sierra de Yerga y la Sierra de Alcarama, en parajes muy rústicos prácticamente esteparios a la vista del Moncayo siempre blanco en invierno, es donde la viña encuentra un hábitat ideal. En estos viñedos de altura, muchos orientados al Sur, donde la altitud sobrepasa los 500 metros, próximos o en las mismas estribaciones del Sistema Ibérico, el calor estival se hace más llevadero.
Las precipitaciones en Alfaro y Grávalos miran con cariño a ese cierzo que reduce su grado de insolación y baja la temperatura al anochecer. En la parte más meridional de la Rioja Baja, en los altos del Alhama o en la Sierra de Yerga la noches de verano con casi una forma de entender el Turismo Rural, como un preparativo de la próxima vendimia.
El Abrego, desde el sur, aporta un toque templado y húmedo que frena las ansias frías del norte. Los abregos siempre son bien recibidos, traen agua a la huerta y humedad a las calles. Dicen que viene de Castilla y cuando se mueven las veletas de algunas casas saben que las nubes descargan con cariño. Esos pueblos del Najerilla o del Iregua ven esas nubes como para una nueva cosecha y vida para los bosques. En El Rasillo, en Torrecilla o en Mansilla esos días todavía se hace leña en los cobertizos porque las hojas del calendario ya marcan el otoño.
Menos querido, puede ser el Solano. Es el símbolo de los vientos del este. En invierno se agradecen, pero en verano marca las subidas de las temperaturas. La componente mediterránea se pierde en el camino y pone la marca de los rigores aragoneses. Gracias a Ignacio Aldecoa el termino solano tiene un cierto aire literario. Incluso algunos dicen que es un viento incendiario.
Y por último no podía faltar un hueco para los aires castellanos... Son esos vientos que vienen haciendo el Camino de Santiago de oeste a este. Entre la fe y el perdón nos deja un hueco para la cultura y para esa la carrera N-120 que pasa entre viñedos y pueblos que muestra otra personalidad. Tricio, San Asensio, Santo Domingo o Baños son nombres que hablan de esos castellanos trashumantes, de día de siega y vendimia, de trabajos y fiestas... En definitiva de la vida de los pueblos que siempre es emocionante.